Un capítulo más de la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería se escribe con cada uno de sus visitantes. Libreros, comerciantes, editores, autores, mujeres, hombres y niños marcados por el deleite y la satisfacción de saberse entre libros, a pesar de la complicada situación que goza el sector editorial.
Entre el bullicio que anima el recorrido a lo largo del Palacio de Minería, los protagonistas, los libros, se dan a conocer sin brusquedad. Centenares de títulos que se resisten al orden y que entran en pánico ante la mirada inquisidora de jóvenes lectores que tan sólo escudriñan en búsqueda de una historia.
La familia nuclear, el matrimonio que busca entre las carillas ahora transformadas en un montón de historias cercanas a la vista en los estantes superiores, en los intermedios, en los inferiores donde se llenan de polvo y, tal vez, de olvido.
Un mundo tan vasto en historias lo es también en quienes se apropian de ellas; pasillos en los que se congregan diferentes gustos, presupuestos y cosmogonías, pasajes en los que la única condición común es quizá, el gusto por la lectura.
Las personas se muestran con reservas pero los libros que sostienen en sus manos son locuaces, confiesan la oculta afición a las historias de terror del tímido púber, la necesidad de superarse de los progenitores o la ensoñación principesca de la que ayer fue niña, y ahora es mujer.
Por un momento la vida es más que celulares, ipods o blogs, adentrarse en la Galaxia de Gutenberg implica emboscar a las tecnologías; en la feria del libro sólo hay lugar para las palabras, el tacto y la mirada.
La cantidad de ideas que se vuelcan en los talleres y presentaciones de obras, es proporcional a la afluencia de público que supera las predicciones que podrían hacerse en un país donde estadísticamente se leen 1.2 libros al año.
Y así, entre libros se tejen relaciones, vínculos que escriben una historia como las que motivan su existencia.
“Uno no es lo que es por lo que ha escrito, sino por lo que ha leído.” Jorge Luis Borges
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